GENTES DE MI TIEMPO Y DE MI TIERRA
Pío Baroja
Desde nuestro ángulo religioso,
cristiano y católico, ¿cabe la posibilidad de comprender a Baroja y
rezar por él siquiera hoy, en este primer centenario de su
nacimiento?
No sé si hoy –diciembre de 1972-, con
diez años de posconcilio encima, con una línea de apertura
que, desde arriba, intenta acercar a la Iglesia católica hacia las
vecinas cristiandades separadas y hacia la más lejana frontera de las
religiones no cristianas, y cuando Roma se halla dispuesta a
sentarse en la mesa común del diálogo con todos los hombres, no sé –digo-
si Baroja habrá llegado a merecer, con el paso del tiempo, un
poco de misericordia de esta Iglesia que tanto le fustigó.
En mis mocedades se nos presentaba a
Baroja como el prototipo de la blasfemia. Yo recuerdo que allá
por los años 50, una revista que brotó en nuestra
Universidad salmantina como suscitadora de ideas avanzadas dentro
del clero joven bautizaba a Baroja con el nombre de “D.Impío”.
Cierto que el propio Baroja no
facilitó nunca en su tiempo los caminos de la compresión. Al hablar
de la religión y de la Iglesia no se mordía los labios y, en sus
desplantes desgarrados, emergía la silueta inconfundible del mas
anticlerical de la generación del 98: “A mí, cuando me preguntan qué ideas
religiosas tengo, digo que soy agnóstico...” Difícil resultaba,
desde luego, matizar este autorretrato con una pizca de
benevolencia por parte de la Iglesia.
Habría que intentar una búsqueda del
porqué de esta actitud anticlerical y antirreligiosa de
Baroja. Y se encontrarían no pocos datos que, si no justifican, sí que aclaran no poco sus
rebeldías : desde aquella bofetada, cuando aún
era un niño, de un canónigo de Pamplona, en una escena lamentable
que el propio Baroja califica como motivo de su anticlericalismo,
hasta el ambiente histórico español en que se movió su vida y
que, como muy bien ha explicado Laín Entralgo, no favorecía
en absoluto el arraigo y el desarrollo de una fe sincera.
Pero más adentro, lejos de los
factores externos, siempre dignos de ser tenidos en cuenta, sería
necesario hurgar en los escritos y detenerse en los comportamientos de
este hombre, para ver si hay posibilidad de encontrar en él
rastros de una religiosidad, por vaga que sea, y de una honestidad
que nos permitan un asidero no ya solo para atisbar su “buena fe”,
sino para aproximarlo hacia Dios. De sus escritos poco podría deducirse
como no fueran algunos párrafos de su “Camino de perfección”
-¿cabe más sugerente título?-, en los que el personaje central vive
unas aventuras espirituales, no exentas de la clásica crisis
religiosa, que parecen copia de situaciones vividas por el autor.
Escaso hallazgo, como se ve, para unos trazos, siquiera someros, del
rostro religioso de Baroja.
Otra cosa fue su vida. Y ésta sí que
cuenta. Y mucho, sobre todo en la jerarquía de valores hoy
al uso.
A medida que pasa el tiempo; se van
aclarando con mayor luz los perfiles delicadamente bondadosos
de este genial escritor que, a pesar de su fobia clerical, hizo
siempre gala de un profundo respeto en su trato personal con
clérigos, instituciones y costumbres eclesiásticas. Respeto que ya
quisiéramos que mantuvieran hoy algunos clérigos de uno y otro
signo, reaccionarios y progresistas, con sus propios problemas, con sus
propias instituciones, con su propia Iglesia. Estoy por
decir que don Pío Baroja no hubiera escrito en su tiempo cosas que se ven hoy en algunas
publicaciones con el refrendo de la aprobación eclesiástica.
Junto al respeto, su honestidad fue
notoria. En estricta biografía, nadie podrá descubrir en él ni
siquiera un ápice que desdiga de una ejecutoria invariablemente
honrada, limpia y sincera.
En austeridad y desinterés, en
sencillez y templanza, en rectitud y laboriosidad, su estampa es
realmente ejemplar. Fue un hombre, como se dice ahora, “fundamentalmente
bueno”. Su misma muerte, por las circunstancias de
soledad que la rodearon, vino a acrecentar todavía más las calidades
humanas de su vida, Azorín, que lo conocía bien, describió así al
hombre: “Nadie más noblemente sincero, más digno y más
independiente... Su bondad y su sentir piadoso mitigan y cohonestan
lo acerbo que puede haber a veces en sus juicios. Se tiene la
certidumbre –y ello es objetividad de que el enemigo más irreconciliable,
si acudiera a Baroja en trance de angustia, encontraría en él
un apoyo cordial”.
¿Es todo esto bastante para barruntar
en don Pío una posibilidad de cercanía a Dios? Y, ¿por qué no?
Una cosa, al menos, aparece clara: Por un lado, el
tránsito del tiempo, que nos devuelve la imagen nítida de los grandes
personajes de la historia, y, por otro, la evolución de la actitud de
la Iglesia “hacia los de fuera”, a los que intenta comprender, hacen que
suspendamos un juicio que hace veinte años era
condenatorio. No estoy seguro de que en 1972 pudieran lanzar las mismas
afirmaciones los que tan apodícticamente las lanzaban en otro
tiempo. Es mucho más prudente y, desde luego, más cristiano, dejar
a Dios el destino definitivo del hombre. No sea que, como ha
ocurrido, por ejemplo, con Maritain, nos hagan su lectura
prohibitiva y luego nos presenten al aldeano del Garona como el símbolo de
la verdad.
Espero que nadie me llame, por lo que
escribo, barojiano ni apologista de sus evidentes yerros religiosos. Pero, a la
vez, confío que nadie me señalará, acusador, con
el dedo, porque esta mañana, cien años después, diga en mi misa
temprana, y pensando precisamente en don Pío Baroja, la
oración que la Iglesia pone cada día en boca de sus sacerdotes: “Acuérdate
Señor, de todos los difuntos, cuya fe sólo Tú
conociste”.
28 de diciembre de 1972
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