sábado, 9 de mayo de 2015

Gentes de mi tiempo y de mi tierra. Pío Baroja



GENTES DE MI TIEMPO Y DE MI TIERRA

Pío Baroja


  Desde nuestro ángulo religioso, cristiano y católico, ¿cabe la posibilidad de comprender a Baroja y rezar por él siquiera hoy, en este primer centenario de su nacimiento?

  No sé si hoy –diciembre de 1972-, con diez años de posconcilio encima, con una línea de apertura que, desde arriba, intenta acercar a la Iglesia católica hacia las vecinas cristiandades separadas y hacia la más lejana frontera de las religiones no cristianas, y cuando Roma se halla dispuesta a sentarse en la mesa común del diálogo con todos los hombres, no sé –digo- si Baroja habrá llegado a merecer, con el paso del tiempo, un poco de misericordia de esta Iglesia que tanto le fustigó.

  En mis mocedades se nos presentaba a Baroja como el prototipo de la blasfemia. Yo recuerdo que allá por los años 50, una revista que brotó en nuestra Universidad salmantina como suscitadora de ideas avanzadas dentro del clero joven bautizaba a Baroja con el nombre de “D.Impío”.

  Cierto que el propio Baroja no facilitó nunca en su tiempo los caminos de la compresión. Al hablar de la religión y de la Iglesia no se mordía los labios y, en sus desplantes desgarrados, emergía la silueta inconfundible del mas anticlerical de la generación del 98: “A mí, cuando me preguntan qué ideas religiosas tengo, digo que soy agnóstico...” Difícil resultaba, desde luego, matizar este autorretrato con una pizca de benevolencia por parte de la Iglesia.

  Habría que intentar una búsqueda del porqué de esta actitud anticlerical y antirreligiosa de Baroja. Y se encontrarían no pocos datos que, si no justifican, sí que aclaran no poco sus rebeldías : desde aquella bofetada, cuando aún era un niño, de un canónigo de Pamplona, en una escena lamentable que el propio Baroja califica como motivo de su anticlericalismo, hasta el ambiente histórico español en que se movió su vida y que, como muy bien ha explicado Laín Entralgo, no favorecía en absoluto el arraigo y el desarrollo de una fe sincera.

  Pero más adentro, lejos de los factores externos, siempre dignos de ser tenidos en cuenta, sería necesario hurgar en los escritos y detenerse en los comportamientos de este hombre, para ver si hay posibilidad de encontrar en él rastros de una religiosidad, por vaga que sea, y de una honestidad que nos permitan un asidero no ya solo para atisbar su “buena fe”, sino para aproximarlo hacia Dios. De sus escritos poco podría deducirse como no fueran algunos párrafos de su “Camino de perfección” -¿cabe más sugerente título?-, en los que el personaje central vive unas aventuras espirituales, no exentas de la clásica crisis religiosa, que parecen copia de situaciones vividas por el autor. Escaso hallazgo, como se ve, para unos trazos, siquiera someros, del rostro religioso de Baroja.

  Otra cosa fue su vida. Y ésta sí que cuenta. Y mucho, sobre todo en la jerarquía de valores hoy al uso.

  A medida que pasa el tiempo; se van aclarando con mayor luz los perfiles delicadamente bondadosos de este genial escritor que, a pesar de su fobia clerical, hizo siempre gala de un profundo respeto en su trato personal con clérigos, instituciones y costumbres eclesiásticas. Respeto que ya quisiéramos que mantuvieran  hoy algunos clérigos de uno y otro signo, reaccionarios y progresistas, con sus propios problemas, con sus propias instituciones, con su propia Iglesia. Estoy por decir que don Pío Baroja no hubiera escrito en su tiempo cosas que se ven hoy en algunas publicaciones con el refrendo de la aprobación eclesiástica. 

  Junto al respeto, su honestidad fue notoria. En estricta biografía, nadie podrá descubrir en él ni siquiera un ápice que desdiga de una ejecutoria invariablemente honrada, limpia y sincera.

  En austeridad y desinterés, en sencillez y templanza, en rectitud y laboriosidad, su estampa es realmente ejemplar. Fue un hombre, como se dice ahora, “fundamentalmente bueno”. Su misma muerte, por las circunstancias de soledad que la rodearon, vino a acrecentar todavía más las calidades humanas de su vida, Azorín, que lo conocía bien, describió así al hombre: “Nadie más noblemente sincero, más digno y más independiente... Su bondad y su sentir piadoso mitigan y cohonestan lo acerbo que puede haber a veces en sus juicios. Se tiene la certidumbre –y ello es objetividad de que el enemigo más irreconciliable, si acudiera a Baroja en trance de angustia, encontraría en él un apoyo cordial”.

  ¿Es todo esto bastante para barruntar en don Pío una posibilidad de cercanía a Dios? Y, ¿por qué no? Una cosa, al menos, aparece clara: Por un lado, el tránsito del tiempo, que nos devuelve la imagen nítida de los grandes personajes de la historia, y, por otro, la evolución de la actitud de la Iglesia “hacia los de fuera”, a los que intenta comprender, hacen que suspendamos un juicio que hace veinte años era condenatorio. No estoy seguro de que en 1972 pudieran lanzar las mismas afirmaciones los que tan apodícticamente las lanzaban en otro tiempo. Es mucho más prudente y, desde luego, más cristiano, dejar a Dios el destino definitivo del hombre. No sea que, como ha ocurrido, por ejemplo, con Maritain, nos hagan su lectura prohibitiva y luego nos presenten al aldeano del Garona como el símbolo de la verdad. 

  Espero que nadie me llame, por lo que escribo, barojiano ni apologista de sus evidentes yerros religiosos. Pero, a la vez, confío que nadie me señalará, acusador, con el dedo, porque esta mañana, cien años después, diga en mi misa temprana, y pensando precisamente en don Pío Baroja, la oración que la Iglesia pone cada día en boca de sus sacerdotes: “Acuérdate Señor, de todos los difuntos, cuya fe sólo Tú conociste”.

28 de diciembre de 1972

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