miércoles, 1 de abril de 2015

GENTES DE MI TIEMPO Y DE MI TIERRA

José María Albareda



Estas cuartillas las escribo con un mes de retraso. Lo prefiero así, porque un mes de por medio recorta la emoción y robustece la sinceridad. Aunque no robe ni siquiera un ápice al dolor. Lo que pasa es que la pena ha dejado de ser alborotada para convertirse en tristeza serena.

Sobre el excelentísimo señor don José María Albareda y Herrera se escribieron en los periódicos, de Madrid sobre todo, todas las elegías que merecieron su categoría científica y su prestigioso rango académico. Yo no puedo añadir nada a lo que se ha dicho, por la simple razón de que yo siempre me detuve embelesado en los contornos de su encantador y entrañable bagaje humano, sin urgencia alguna por escalar las cimas de su personalidad intelectual. Tanto me detuve que, si me lo permitiera esa docena de sobrinos que va desde Miguel Ángel hasta Chiquinquirá, yo le llamaría aquí como le he llamado siempre desde que le conocí, igual que ellos: “tío José María”. Son deliciosas confianzas que pueden permitirse cuando se ha llegado hasta el fondo de su alma no por los anchos caminos del saber, sino por los humildes atajos de la amistad compartida.

Quizás todo se explique porque yo nunca vi a don José María con la solemne muceta, ni sentado en la cátedra, ni en la presidencia de un congreso internacional. Su figura, para mí, está precisada y limitada en Guisema, esa casa familiar siempre abierta al sol, a la amistad y al buen humor, donde yo creo que él pasaba, junto a los suyos, las horas más cálidas de su vida. Fue allí, caminando hacia la fuente de la Cierva por las mañanas, tras su misa recoleta, o alargando la noche en la fogata del gran hogar, donde él explicaba a todos la soberana lección de su bondad. Fue allí donde él encontraba su verdadera parroquia, entre las gentes humildes para las que siempre tenía a flor de labios la mejor de sus sonrisas. Fue allí donde los niños todos escuchaban embobados las peripecias de sus largos viajes que él les contaba con la misma unción que se pone cuando se da una clase de catecismo. Porque el caso es que siempre terminaba hablándoles de Dios. 

Yo tuve, pues, la fortuna de conocerle en Guisema. Bueno, en Guisema y en el altar. Siempre tendré por bendición de Dios el haber podido estar junto a él en sus primeras misas, en sus primeros bautizos, en sus primeras bodas, tan cerca que yo era testigo excepcional del tembloroso quejido, de las serenas lágrimas que empapaban sus ojos cuando este hombre sabio celebraba el Misterio. Toda su capacidad creadora, todas sus dotes de investigador se diluían como por milagro cada vez que colocaba sobre sus hombros una casulla para dar paso a la torrentera de gracia, de eucaristía y de perdón que brotaba de su imagen transfigurada. Doy gracias a Dios de que me haya permitido ser, en sus primeros pasos sacerdotales, algo así como un acólito, o como su diácono, pero quitando a esta función sagrada todo lo que pudiera haber de servicio personal, porque en él no cabía otro señorío que el de su asombrosa humildad.

Estar junto a él (y yo me he pasado jornadas enteras) era estar en situación constante de aprendizaje y de revisión de vida. Personalmente, al dejarle por la noche, mi examen de conciencia era más sincero. Porque ese hombre, no con palabras rebuscadas, sino con su sola y delicada presencia, llegaba hasta el fondo y te hacía mirar hacia las estrellas. Pobre, humilde, sencillo como un Cura de aldea, nadie hubiera dicho que encerraba en tan ingenuos contornos la inteligencia de un sabio. Nadie que no haya palpado la cercanía de su humanísimo corazón habrá podido descubrir la inmensa ternura en que se bañaba su ser entero.

Era tímido, dolorosamente tímido don José María. Hasta en la muerte. Se nos ha ido como vivió, calladamente, sin hacer ruido, sin llamar la atención, teniendo a su lado solamente a los suyos, a los que más quería. Se nos ha ido como se van los santos, dejándonos la certeza de un valedor en el cielo, y la pena, el remordimiento de no haber sabido sorber todo el caudal de gracia que derramaban sus labios y sus manos.

Murió hace un mes. En el Domingo de Pasión. Como si Dios tuviera prisa porque su siervo bueno y fiel celebrara la Pascua allá en el cielo.
 

  27 de abril de 1966

No hay comentarios:

Publicar un comentario