miércoles, 1 de abril de 2015

GENTES DE MI TIEMPO Y DE MI TIERRA

Agustín Gericó



Buenas tardes amigos:

Si mal no recuerdo, jamás en los cinco años que tiene de vida esta emisión, he dedicado los apretados cinco minutos de que dispongo a un comentario necrológico.

Quizás, el irrenunciable y voluntario pespunte de optimismo con que deseo siempre atar mis palabras hayan sido un inevitable obstáculo para un recuerdo mortuorio. Es mejor así, porque el Día del Señor es un día de palpitante alegría y ni la más mínima sombra de tristeza debe empañar nuestra humana participación en la gran victoria de Jesucristo. Sin embargo, hoy quiero traer aquí el emocionado y reverente recuerdo de alguien que se marchó anteayer a la Casa del Padre de los cielos con la misma humildad y el mismo silencio con que quemó su larga vida al servicio de los pobres.

Ha muerto D. Agustín. Quizás estas tres palabras sean bastantes para que muchos zaragozanos se enteren de que ha desaparecido un sacerdote sencillo, bueno, piadoso, santo. A D. Agustín Gericó le sobraban títulos para resplandecer con el brillo fácil que da una categoría intelectual como la que él tenía o para hacerse respetar con las insignias que podía lucir en la sotana vieja, entre ellas la de oro de la Ciudad. Pero a D. Agustín Gericó nadie lo hubiera podido encontrar sentado en la cátedra, ni pronunciando discursos, ni siquiera orlado con el carmesí de sus ropajes de prebendado. El trono de este sacerdote, honra y orgullo del Cabildo zaragozano, su auténtica cátedra ambulante, su campo de misión se encontraba en el popular barrio de San José.

Ahí construyó cientos y cientos de pisos aliviando de manera eficaz a resolver el gravísimo problema de la vivienda. Allí edificó una iglesia, creó varias escuelas de primera enseñanza, construyó un cine y hasta se encargó de levantar un campo de fútbol. Cuando hablar de enseñanza profesional era un sueño, él había puesto en perfecto funcionamiento varias escuelas de este tipo y, antes que nadie, construyó en el corazón del Pirineo aragonés una residencia fantástica para que fueran a veranear los hijos de los obreros. Aquí, en ese Barrio de San José, dio su mejor lección de justicia social, siendo un profeta, es decir, un signo de Dios en medio de la masa descreída y hasta un mártir, porque, a pesar de que se le rompiera el corazón de tanto darlo a pedazos, no encontró en su infatigable siembra del bien más que dificultades, envidias, recelos y calumnias.

En el barrio de San José estaba su cátedra y en la capilla del Pilar su oratorio. Ver a D.  Agustín Gericó horas enteras de rodillas en el suelo de la Capilla del Pilar era un  espectáculo impresionante. Metida la cabeza en el pecho, los ojos cerrados, apretando fuertemente el sombrero en las manos sarmentosas, se tenía la impresión de que aquel hombre que vivía la angustia del cemento, del ladrillo, de las certificaciones, de los créditos, tenía, además, el privilegio de conversar con los ángeles. Su figura recortada en cualquier rincón de esa Basílica de la que era celoso Arcipreste era la estampa de quien tenía trato familiar con Dios y vivía en
éxtasis en los cortos espacios en que podía dejar descansar su cerebro.

Hombres tan buenos no debieran morir nunca. Aunque comprendo que esto ya es egoísmo de los que seguimos tan de lejos sus huellas. Porque también Dios debía tener prisa por tenerlo a su lado, en el descanso de la paz inalterable de los justos. Queden sin embargo mis palabras como modesto epitafio, lejanísimo eco de las palabras que Cristo le dijo en el momento del definitivo y  glorioso encuentro: “Ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer, estaba sin casa y me diste cobijo...”

Perdonad, amigos, si me he atrevido a traer hasta vuestra mesa festiva esta remembranza dolorida. Pero he creído saldar, en nombre vuestro, una deuda de gratitud que la Ciudad entera debía a este sacerdote bueno que se nos ha ido, como vivió, sin hacer ruido, dejando a su paso por la tierra una siembra de estrellas.
                                                                                                        
                                                                                                           14 de mayo de 1967


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